domingo, 20 de septiembre de 2009

Este viernes fui al hospital de donde nuestra querida Invierno Nuclear ha estado ingresada y he visto desde fuera la oficina en la que trabaja. Me he emocionado.
Tiene una cortinilla azul en la puerta.

martes, 15 de septiembre de 2009

El Silencio e Invierno Nuclear, vol. 11: Los Veladores

Tenía que pensar rápido. Muy rápido. ¿Qué iba a decirle? De repente lo supo:
-Verá, he sido yo.
Aquel doctor se llevó las manos a la cabeza.
-¿Usted?
-Si… Lucía y yo tenemos una… ¿Cómo decirlo? Relación sadomasoquista, para que me entienda.
-Quiero que sepa que ahora mismo alguien está preguntando lo mismo a la señorita Lagos, y si no responde lo mismo me temo que deberemos avisar a las autoridades.
De repente se escuchó un disparo. Toda la gente que estaba allí se volvió hacia la puerta de entrada, algunos se agacharon. Por allí entraban una veintena de hombres trajeados, con gafas de sol y unas curiosas pajaritas. Uno de ellos, que había disparado al aire gritó:
-¡Que nadie abandone el edificio! ¡Debemos hablar con el dirigente de este centro!
-Iré a buscarlo. – Se excusó el médico y desapareció tras la puerta de un ascensor.

-¿Qué ha sido eso? – Se extrañaba la enfermera que estaba a punto de interrogar a Lucía.
-¡Un disparo!
Vieron pasar al médico que había hablado con Carlos corriendo. Ella le gritó, preguntando que pasaba. Él se lo explicó apresuradamente desde el marco de la puerta y salió corriendo.
-Oh mierda… Oye tienes que sacarme de aquí. – Rogó ella.
-¿Pero no has escuchado lo que ha dicho? Veinte hombres armados han dicho que nadie puede salir de aquí.
Ella se incorporó en la cama lentamente.
-No hagas esfuerzo, has perdido mucha sangre y necesitas un par de transfusiones más.
-Me estoy asando aquí dentro… Debes encontrar a Carlos y sacarme de aquí.
La enfermera no comprendía nada, así que pidió que se explicase.
-¡Esa gente viene a por mí!
-¿Qué? Dios… estás delirando, voy a buscar al doctor
Lucía la agarró del brazo:
-Espera, por favor. Esto ya ha pasado antes, los conozco. Me pregunto si la gente de afuera estará bien…
La enfermera se apresuró a mirar por la ventana. Asombrosamente no había nadie allí. Hacía tan solo quince minutos allí se hallaban reunidas cientos de personas, pero ya no quedaba ni una.
-No hay nadie.
-Eso es bueno, seguramente sigan vivos…

El director del hospital apareció por el ascensor. Con paso firme se dirigió hacia uno de los hombres:
-¿Quiénes son ustedes?
El hombre lo miró, dejando entrever el desprecio que sentía y dijo, ajustándose la pajarita:
-Hay un noventa por ciento de posibilidades de que Invierno Nuclear se encuentre en el edificio. Nadie saldrá de aquí hasta que nos la entreguen.
-Aquí nadie va a entregar a nadie.
Sin mediar palabra aquel hombre desenfundó su arma y disparó a la cara a aquel pobre hombre, que cayó muerto irremediablemente. La gente gritó. Carlos se echó a correr hacia el ascensor, al tiempo que usaba su poder para sacar a todos aquellos hombres del hospital por la fuerza. Mientras él pulsaba el botón del piso donde se encontraba ella, veinte cuerpos salían despedidos con una velocidad increíble, rompiendo las puertas por la que habían entrado y la pared que la guardaba.

-Vas a explicarme que estás diciendo, Lucía. – La enfermera empezaba a desesperarse.
-Bueno… Soy… ella.
-¿Qué?
-Bueno pues… que soy ella y vienen a por mí.
-¿Eres…?
-Necesito que encuentres a Carlos… por favor.
De repente él entró en el cuarto y gritó:
-¡Nos vamos! ¡Levanta!
La enfermera se interpuso. Él la apartó bruscamente y, mirando a Lucía espetó:
-¡Ya!
Ella se levantó de la cama pesadamente. Vestía la típica ropa de paciente y sudaba mucho.
Él la cogió de la mano y se la llevó hasta la ventana de la habitación. Abrió la ventana y le ordenó saltar. Ella comenzó a temblar, mientras la enfermera cerraba los ojos y se tapaba los oídos.
-Esto es lo que va a pasar, ¿entiendes? Vas a saltar y no me soltarás. – Dijo él, secamente.
-Pero…
No la dejó terminar, con ambas manos la empujo. La obligó a tirarse de un tercero. Poco antes de que su cabeza chocase contra el suelo se elevó repentinamente y vio a Carlos caer sobre ella. A penas se habían tocado cuando salieron impulsados hacia delante. Y se impulsaban. Y se impulsaban. Y se impulsaban… Cada impulso era menos violento, y eso les hacía ir perdiendo altura. Cayeron al suelo desde una altura de un par de metros aproximadamente, en el asfalto del aparcamiento del hospital.
-¡Al coche! – Ordenó él, aún sin haberse levantado.
Ella se había partido un labio. Se levantó como pudo. Le dolía casi todo. Entraron en el coche, que arrancó rápidamente, dispuesto a salir del lugar. Se dirigían a la cueva. A casa. Cuando faltaba poco para llegar él por fin habló:
-¿Quién coño es esa gente?
-Bueno… No lo sé… Se hacen llamar Los Veladores.
-Se ve que te conocen, ¿en qué mierda andas metida?
-En nada… Yo… Ellos fueron los que acabaron con El Refugio…
De repente sonó un teléfono móvil. Ella contestó, temerosa:
-¿Si?
-¡Hola! Curiosamente he encendido la tele y he visto que estás malita. ¿Qué pasa?
-Oh… Hola Maestro… Fui apuñalada…
-¿Qué? Mierda, voy a verte ya.
-Ya no estoy en el hospital verás…
-¿Qué? ¿Ese cabrón no te ha llevado al hospital realmente? Joder esa gente está ahí por nada, es grandioso.
-No, no…
-¿Qué ha pasado?
-Bueno… El hospital ha sido atacado por Los Veladores…
Carlos arrebató el teléfono bruscamente a Lucía y chilló:
-¡Si sabes algo de esto te destrozo, hijo de puta! – Y colgó.
-¿Qué? Maestro de Sangre no tiene nada que ver. Su Refugio fue atacado.
Él la miró seriamente. Apagó el teléfono y lo tiró hacia el asiento de atrás.
-Estás paranoico…

sábado, 12 de septiembre de 2009

Y me marcho y me vacío. Y el corazón me duele,
pero un poquito menos.
No sé... pienso y...
descubro que soy un puto egoísta de mierda que merece morir brutalmente asesinado.
Me alegro de que no obtendré nunca lo que deseo.
O no me alegro, yo que coño sé.

domingo, 6 de septiembre de 2009

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Un poco de Romanticismo... (ya era hora en un blog con este nombre)

Los truenos de la irrepetible tormenta reflejaban su dolor. Olor a lápidas y cipreses mojados fluia en el nocturno ambiente del camposanto de aquel monasterio derruído. Él, pistola en mano, suspiraba y maldecía a los cuatro vientos, con gritos más poderosos que el martillo de Thor y más agudos que el batir de alas de Mercurio. No entendía del todo el por que, pero había sangre en sus manos. Y debía pagar. En un ataque de ira había asesinado a aquel hombre que tanto lo odiaba. Llegó a creerlo correcto, hasta que ella se marchó a llorar desconsolada la tumba de su padre. Ahora él está solo en en cementerio de este monasterio grande y decrépito, gritándole a la misma lluvia y contemplando el mar embravecido contra las afiladas rocas en frente suya. Así que sostiene la pistola frente a su sien, invoca en susurros el nombre de su amada perdida.
Y muere.